de... ji, ji... pae Claret... ji, ji... piojo de la reacción... ji, ji...».
Corrí a mi casa a mudarme de ropa, y cuando cenaba, sin apetito, Ido del Sagrario me dio una noticia muy desagradable. El marido de Obdulia, destinado a Filipinas, había salido ya para Barcelona llevándose a su mujer... Empapada mi alma en el recuerdo de Obdulia, y perseguido por su cara imagen, me lancé a la calle, que era mi alivio y mi descanso en las horas nocturnas, hastiado de las conversaciones ociosas y de la turbulencia social. Arrojábame yo en el laberinto de las calles como en los brazos de una madre cariñosa. Trotando a ratos, moderando el paso cuando me acomodaba, recorría largas distancias entre sombras de muros y claridades de tiendas, oyendo las voces o el hálito no más de la vida matritense. Me metí aquella noche por la calle del Olmo, pasé a la del Calvario; no sé cómo entré en Ministriles, donde sentí tras de mí pisadas que me parecieron las de Obdulia... Me volví, y era un clérigo que me fue siguiendo hasta la calle de Lavapiés.
Con marcha irregular llegué a la plazuela de Lavapiés, donde me detuve ante un grupo de hombres que disputaban en alta voz. Uno de ellos exclamó: «¡La República para los republicanos!». Al entrar en la calle del Tribulete pasé por una taberna a punto que salían de ella estas voces: «Para generales, Contreras. No hay otro como él». Poco más allá, dos mujeres gordas le decían a un guardia de Orden Público: «¿Por qué no afusiláis