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no iban con las del siglo. Contestéle con acrimonia. De palabra en palabra llegamos al espasmo de la ira... De súbito, agarró Candelaria el tintero y me lo tiró a la cabeza, causándome el doble estropicio de levantarme un chichón en la frente y de mojarme de tinta toda la cara y la parte visible de mi alba camisa... Supe contenerme, y aunque me había puesto como un calamar, vi en tal ultraje más ridiculez que afrenta. Llenándome de filosofía me agarré a la profunda sentencia de uno de los siete sabios de Grecia, Bias, que legó a la humanidad todo su saber en este consejo: Aprovecha la ocasión.

Tomando actitud de severa dignidad, me levanté y le dije: «Señora; mi caballerosidad me ordena que sólo conteste a usted con una retirada silenciosa. Adiós». Frenética, respondió Candelaria con chillidos, y en esto entró la tarasca de doña Belén, vociferando como una endemoniada y lanzando sus manos disformes al alcance de mi cara. Entre sus gritos pude distinguir estos conceptos: «Vaya usted de aquí, silbante. Ya le tengo dicho a mi niña que se apañe con un hombre, no con un mico desaborido, gorrón y más tronado que arpa vieja. Váyase a llenar el buche a otra parte, don Titiritaño de los demonios». Salí combinando la dignidad con la prisa para librarme de las manos de aquella bestia desmandada. Candelaria me despidió con bramidos mezclados de un reír espasmódico. Oí estas frases: «Adiós, pigmeo; busca una pigmea que te sufra... Lárgate pronto, Calomar-