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y ruidosas broncas. Esta deambulación solitaria me avivaba el entendimiento y me sugería ideas luminosas con más vigor que pudieran hacerlo las tertulias de amigos y las lecturas más interesantes.

Retirábame a mi casa fatigado, alta ya la noche, y al otro día, a la hora reglamentaria, iba puntualmente a mi oficina en Gobernación, pues me complacía ganar mi sustento, y el trajín burocrático no me desagradaba. Destináronme a la Secretaría particular del Subsecretario, don José de Carvajal, a quien muchos de los que me leen habrán seguramente conocido, hombre de gallarda y noble presencia, hermosa cabeza, perfil semítico, luenga barba espesa, ademanes señoriles y trato muy afable. Si en la tribuna lucía como brillante orador, en la conversación privada cautivaba por su amenidad, dicción correcta, y un ceceo blando y meloso. A todos los que allí servíamos nos trataba con miramiento, y a mí me distinguía particularmente, atribuyéndome cualidades que no tengo, y colmándome de elogios cuando interpretaba a su gusto los trabajos epistolares de mi incumbencia.

Aunque muy a gusto con jefe tan simpático, aspiraba yo a prestar mis humildes servicios lo más cerca posible de Pi y Margall, por quien sentía veneración fanática. El mismo Carvajal me deparó lo que yo deseaba, enviándome al despacho del Ministro para redactar urgente correspondencia. Halleme, pues, frente al santo de mi mayor devoción,