ras tan diferentes. Alguien me indicó después que ello fue obra del difunto padre de la escritora, del cual se dijo que, bailarín consumado, tenía los juanetes en el entendimiento.
Cuando Candelaria y yo llegábamos a una intimidad que no había de ser duradera, frecuentaba la casa uno de aquellos varones graves que vi junto a don Santos La Hoz en el café de las Columnas. Era un pobre hombre que, después de haber consumido sus mejores años trabajando en vanos periódicos como redactor financiero, andaba rondando la naciente República y haciéndonos el oso para ver si cogía un destinejo, como los que gozó en tiempo de González Brabo. Los que esto lean reconocerán a don Basilio Andrés de la Caña, que en la redacción de un diario ya fenecido desmenuzaba el presupuesto del Gobierno, y acumulando cifras a su antojo armaba el mazacote del presupuesto de oposición, para uso de cuatro papanatas que sin leer sus artículos, semejantes a una pared de ladrillo, le dieron fama de hacendista y diploma de hombre serio. Era de abultada presencia, calvoroto, nariz cortísima, poco mayor que una almendra, y montadas sobre ella unas gafas de présbita muy fuertes.
Andaba mi hombre a la sazón flaco de bolsillo y desguarnecido de ropa. Buscaba un cocido y algo más, principio y postre; y no había tecla que no tocase para remediar sus atrasadas escaseces. Antigua era su amistad con los progenitores de Candelaria, y lejos