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se ponían a contar las impertinencias y chinchorrerías del tal don Rufino, acababan pidiendo a Dios que le tuviera hasta la eternidad en Badajoz o en el quinto infierno.

Una sola vez vi yo al marido de mi amiga en su casa, disponiéndose a partir para Extremadura, y me pareció persona insignificante, soplado de presunción, sin que lograra con su hinchada tiesura disfrazar su crasa vulgaridad. Era regordete, adiposo; se pintaba el bigote, según decían, con el tizne de la sartén, y su cabeza encanecida abultaba mucho por la gran cantidad de aglomerada estopa que tenía dentro. Discurría trabajosamente, cual si prensara las ideas, y de sus labios salían perezosas y lentas las palabras como gotas de aceite. Habituado a la somnolencia de las oficinas, no sabía más que atar y desatar los fárragos expedientiles. Entre los varios papeles que la sociedad reparte para la representación de la humana comedia, don Rufino escogió el más apropiado a su vacío cacumen, el papel de hombre serio, y lo desempeñaba compitiendo con los más acreditados guardacantones.

El ridículo funcionario se burlaba estúpidamente de su mujer, que, sin poseer dotes excepcionales era junto a tal zopenco un prodigio de la naturaleza. Candelaria se cobraba de aquel menosprecio injusto proclamando a voces que su esposo era una excelente bestia para tirar de un carro o dar vueltas a una noria. Nunca pude entender cómo existió noviazgo y matrimonio entre dos criatu-