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Cuando la intimidad abrió el sagrario de sus secretos artísticos, Rosa Patria me dio a conocer todo el material inédito de sus obras poéticas, así los ensayos balbucientes como las odas pindáricas y laberínticas, con tendencias patrioteras, y la verdad, todo ello me pareció medianejo. La prosa, menos mal: aunque deslavazada, tejida de lugares comunes, se dejaba leer. Sus apóstrofes campanudos y sus chupinazos finales buscaban la emoción del lector ingenuo, y cumplidamente lo conseguían. Mi posición junto a ella obligábame a mostrarme admirador de tal fecundidad farragosa; lo que yo realmente estimaba era, como antes digo, la bravura desaprensiva con que se adelantaba medio siglo al curso de la Historia. Guardábame yo de decirle que predicaba para gentes que aún tardarían un rato en nacer. Mi egoísmo manteníala en su ilusión mentirosa, recreándose tan sólo en los atractivos personales de aquella singular Diosa Razón. Me encantaban su linda dentadura, los hoyuelos de sus mejillas, sus negros ojos, el donaire o garabato que en su rostro picante corregía o retocaba la dudosa hermosura.

Completaré la figura de Candelaria con unas pinceladas psicológicas. Era vanidosilla, ligera de cascos y de buen corazón. Un solo rencor turbaba la placidez de su carácter. Odiaba sencillamente a su marido, a quien tenía por el más vulgar de los hombres, cominero, fisgón, refractario a toda poesía y a toda literatura. De aquel odio participaba doña Belén, y cuando hija y madre