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ción con aquel ser titánico de infinita grandeza... Me levanté, y con la frase más vulgar del lenguaje de mi tiempo le dije: «Ya debo retirarme. Adiós, señor».

Al dar el primer paso vi bajo mis pies una escalera quebrada, empinadísima, en cuyo fondo adiviné un abismo. Viéndome perplejo, el hermoso gigante tiró de mí diciendo: «Por aquí bajarás mejor». Se volvió hacia la muralla y me arrojo por un inmenso talud o escarpa de inconmensurable altura. «¡Adiós, Tito -me dije-, que aquí pereces!...». Contra lo que pensaba, descendí con suave rapidez como si la pendiente fuera de algodones, y caí de pie en la playa, sano y salvo, sin contusión ni rozadura, sin polvo ni el menor desperfecto en mi ropa.


XXIX


Al retirarme, vi en mi mente con absoluta claridad que mi papel en el mundo no era determinar los acontecimientos, sino observarlos y con vulgar manera describirlos para que de ellos pudieran sacar alguna enseñanza los venideros hombres. De tales enseñanzas podía resultar que acelerasen el paso las generaciones destinadas a llevarnos a la plenitud de los tiempos. Seguí, pues, en mi atalaya histórica, y presencié fríamente sucesos culminantes que imprimieron mayor interés y bizarría a los anales del Catón.