los cuerpos. La escuela era grande, de techo bajo, con pies derechos de madera sin pintar, y trazas de un viejo almacén o depósito de efectos navales. Aún quedaba en él un ligero tufillo de brea. Entre niños y niñas pareciome que había poco más de veinte, todos muy pobres, descalzos la mayor parte, mal vestidos, algunos harapientos y desgreñados.
En el centro del local vi a Floriana, vestida de azul obscuro. Dulce palidez melancólica advertí en su rostro estatuario. Su frente, de proporciones exquisitas, me deslumbró cual si de ella irradiara una claridad que iluminaba el mundo. En derredor de la divina Maestra, un enjambre de pequeñuelos de ambos sexos recibía las primeras migajas del pan de la educación. Les enseñaba las letras y los sonidos que resultaban de unir una con otra. A unos les corregía con gracejo, a otros con besos les estimulaba; a los más chiquitines les sentaba sobre sus rodillas, metiéndoles en la cabeza, como por arte mágico, las cinco vocales. Allí no había palmeta, ni correa, ni puntero, ni ningún instrumento de suplicio. Había tan sólo cariño, halagos, persuasión, y un extraordinario poder espiritual para encender en el cerebro de las criaturas las primeras lucecitas del conocimiento. Un sacerdote santo dando la comunión a los fieles, en las catacumbas, no me hubiese inspirado mayor respeto.
Divagamos por el aula con la libre curiosidad de fantasmas que gozan el precioso don de ver sin ser vistos... En el fondo del local