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has de saber, hombrecillo de obcecado entendimiento, que estos hierros son resortes para las voluntades, que no han de doblarse ni romperse. Luego verás cómo trabajamos el acero y otros metales, que han de dar resistencia a los corazones y solidez a los cráneos donde se alberga el pensamiento».

Continuaba yo privado de opinión sobre cosas tan inauditas. Con fugaz razonamiento me dije: «Por Júpiter, que este ensueño es más dislocado y delirante que cuantos hasta ahora me depararon los espíritus juguetones». Y antes que yo pudiera escudriñar la razón de aquel extraordinario prodigio, el hombre perfecto de cuerpo y rostro me cogió por el brazo o por el pescuezo, y llevándome como en vilo, me condujo a otra estancia más grande, en la cual vi dos filas de hombres membrudos y atléticos, que trabajaban en diferentes operaciones de lima, torno y pulimento de metales. Pasando entre ellos pude observar la majestuosa estatura del forjador, comparada con la mía. Con tacones y sombrero, yo le llegaba poco más arriba del codo.

Entramos en un aposento reducido, iluminado por luz cenital. En el centro había una mesa de hierro con tazas y ánforas griegas. Por indicación de la estatua viviente nos sentamos. Oí en derredor mío un musitar festivo de voces femeninas. Manos invisibles nos sirvieron un divino néctar que debía de ser Falerno. Cuando se aproximaban las fantásticas servidoras creí vislumbrar un asomo de facciones humanas, vagamente apreciables a