Doña Aritmética torció a la derecha vivamente. Apresuré el paso para seguirla de cerca. Ella delante, yo detrás, penetramos en una travesía corta, en cuyo fondo vi el resplandor rojizo de una herrería. Allí se metió la dueña, y yo, sin saber ni pensar lo que hacía, me colé tras ella. Dentro de la negrura en que lucían con viva lumbre las llamas de la fragua, los hierros al rojo y las chispas que al golpe de los martillos saltaban, quedeme absorto y paralizado. Por más que miré en derredor mío no vi a Doña Aritmética. Dos hombres hercúleos, con mandiles de cuero, trabajaban en el yunque; un mozo fornido metía los hierros en la fragua, y un guapo chico de tiznado rostro tiraba de la cadena del fuelle.
Yo no sabía qué decir. Por fin me decidí a preguntar tímidamente si había entrado allí una señora de tales y tales señas. Nadie me contestó; llegué a creer que nadie me veía; los cuatro siguieron trabajando como si no hubiera entrado nadie. Repetí mi pregunta con el mismo resultado negativo. Acordeme entonces de que la Madre me dijo en ocasión reciente que para ser hombre y no muñeco debía yo conservar el saber adquirido, completándolo con el vigor físico que dan los trabajos más duros. Pensando en esto llegué a imaginar que me hallaba en un recinto encantado, bajo el dominio de la Madre augusta y eterna, educadora de las naciones.