no se me ocurrió entretenerme en ningún deporte, pues siempre me repugnó la persecución y matanza de inocentes animales del aire y de las aguas. Mi única diversión era pasear sin fatiga, recorrer la plácida costa de la isla en las partes donde no había cantiles infranqueables, subir a las cimas no muy altas, y tumbarme allí donde encontraba un lugar mullido y fresco para la contemplación del paisaje y la dulce tarea de no hacer nada.
Con este vivir fácil y mis calderetas de mújol fresco al medio día, mis fritangas de barbos y bogas por las noches, con algún hojaldre de añadidura, me reconstituí en mi ser normal apartando mis ojos de la cara fea de la muerte. Lo único que me quedaba de mi trastorno era la incapacidad para contar las horas y los días. Una mañana llegó Fructuoso a verme, y hablando de acontecimientos particulares y públicos vine a entender que estábamos en Septiembre, lo que me causó grande estupor, por mi antedicha ineptitud cronológica.
Entre varias noticias de mediano interés me dio Manrique la de que Salmerón se había negado a firmar las sentencias de muerte dictadas para contener la indisciplina militar. Discutimos un rato sobre si eran o no compatibles la filosofía pura y el impuro arte de gobernar a los pueblos. Sin que lográramos dilucidar punto tan grave, supe que Salmerón se obstinaba en el propósito de dimitir.