lítico, como aquel que dijo, sin trampa ni Cantón... Leedme y afligíos. Consecuencia fulminante de la terrible prohibición o anatema que oí de labios de la vaporosa Doña Geografía, fue que caí en la honda enfermedad que llaman pasión de ánimo, y se manifiesta con intensa desgana de todo menos de la soledad, hastío de la comida, desmayo muscular, aberraciones nerviosas y cerebrales, aborrecimiento del género humano y anhelo de morir.
En mi estrecho cuarto de la fonda me pasaba las noches de claro en claro, los días de obscuro en obscuro, estirado a medio vestir en un sillón de mimbres, empapándome en el amargor de mis melancolías y temblando a cada ruido que me pareciese anuncio de alguna visita. Amables y compadecidos, el fondista y los mozos no sabían qué hacer para despertar en mí las ganas de comer. Me traían platitos de algún guisado selecto, frutas, mariscos, golosinas... Mas, ni por esas; yo no pasaba nada, como no fuera café y algún mendrugo de pan chamuscado a la lumbre. Llegué a desligarme en absoluto de la norma del tiempo; no me importaban los sucesos exteriores, ya fuesen trágicos, ya fuesen ridículos. Sólo la idea de ultratumba me halagaba, adormeciéndome en placentera modorra. Muriendo dejaría de arrastrar los restos miserables de mis ilusiones deshechas y en descomposición. Morir era el descanso, y aunque parezca paradójico, el supremo egoísmo.