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de fácil digestión. Exquisitas frutas y un vinillo levantino, claro, de ese que llaman ojo de perdiz, completaron el festín modesto. Hablose de diferentes temas: cada cual, según su condición y estilo, hacía la crítica del Cantón, considerando a este como potencia marítima.

El ancianito de Trafalgar aseguró que la Tetuán y la Méndez Núñez, manque les metiesen en las calderas todo el fuego del Infierno, no andarían más de cuatro o cinco nudos. Para nada servían como no fuera para irse a pique. El viejo menos viejo, que era hijo del veterano de Trafalgar, dijo que había hecho toda la campaña del Pacífico en la Numancia, y que a esta fragata la quería como a las niñas de sus ojos. «No hay otra como ella en la mar -exclamó con tanto cariño como si hablara de su familia-. Si algún día me ajogo, deme Dios el gusto de ajogarme en ella».

Sólo estos y otros rasgos salientes de la conversación quedaron grabados en mi memoria. Lo demás se borraba apenas oído. El torbellino de pensamientos que levantó en mi cerebro la evocación que hizo Mariclío del federalismo helénico, me aislaba de aquella charla familiar y rastrera... Pensé que de sobremesa me daría la Madre otra lección como la que antes recibí de su inmenso saber de las cosas humanas. Pero quiso reservarse para otro momento, y cuando los humildes comensales se alejaron con respetuosa despedida, me estrechó y acarició la mano diciéndome: «Es hora de que vuelvas a tu casa,