XXIV
Corrí hacia la Madre y le besé las manos... La emoción no me dejó articular palabra. El rostro de Mariclío era el mismo que vi y adoré en las postrimerías del reinado de don Amadeo, y así la faz como la figura reproducían la Musa de mi sueño mitológico en el viaje subterráneo, pero dignamente avanzada en la madurez fisiológica. Era una Matrona que disfrazaba su majestad con la pobreza del indumento. Vestía una limpia falda de percal con remiendos, y una blusa obscura sobre la cual cruzaba un tosco pañuelo de colorines. Calzaba medias azules y alpargatas valencianas con cintas negras. A su lado y tras ella se sentaban mujeres de variada estampa, todas de clase marinera, y algunos viejos. Uno de estos, el más próximo a la Madre, me pareció poco menos que centenario. Quiso el tal apartarse para dejarme sitio, pero Mariclío no lo consintió, y mandando traer una banqueta me hizo sentar frente a ella, tocando mis rodillas con las suyas.
«Ya tenía ganas de verte, Tito -me dijo con aquel acento de cuya grave dulzura no puedo dar idea-. Aquí me tienes alojada en esta casa humilde y entre esta buena y honrada gente. Arriba ocupo una magnífica estancia, muy holgada y cómoda, con vistas al puerto. Es mi delicia ver desde el balcón