jeos, y vente acá: nosotros no gorjeamos, pero damos trigo».
Llevado de sus pujos oratorios, me dejó suspenso y a media miel. Se subió las gafas, que tendían siempre a resbalar hacia la punta de la nariz. Tomó de nuevo la palabra, que era estropajosa por la falta de dientes, y espolvoreando su saliva sobre mí, mordisqueó desabridamente a Figueras, Salmerón y Pi, que piaban federalismo y dejaban vacíos los comederos. Con gran trabajo logré que disipara mis ansias y despejase la doble incógnita de su generosidad y de mi agradecimiento. ¡Acabáramos! Mi amigo disponía de una plaza de seis mil reales en Gobernación, por ascenso y traslado a provincias del funcionario que la desempeñaba. Trastornado yo de júbilo, cierro el pico y dejo hablar al ínclito don Santos, mi salvador y Mecenas:
«Esa plaza me la dio Ruiz Zorrilla para mi amigo y paisano don Rufino José Novillo, esposo de esta dama que nos honra con su presencia, y como ha sido destinado al Gobierno civil de Bajadoz, dispongo yo del puesto vacante, según práctica usual en nuestro panfuncionarismo burocrático. Cuando tú entraste, querido Tito, estaba yo discurriendo a quién daría la modesta breva. ¡Mira con qué oportunidad y buena sombra entraste en el café esta tarde! Lo que te digo: hay minutos decisivos en la vida de los hombres públicos o de los que aspiran a tales. Es uno providencia sin saberlo, y tú, al encaminar aquí tus pasos, venías empujado por