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tribuyentes. Subieron a bordo, y allá se fueron todos con el General a la cámara de popa.

Lo que allí trataron, en una hora larga, yo no lo supe por el momento; pero lo que pasó después me indicó que no accedieron los almerienses a lo que nuestro intrépido General les pedía, a saber: contribución en metálico y que se retirasen de la plaza las fuerzas militares... Volviéronse a tierra un tanto mohínos los caballeros que nos habían visitado, y poco después advertimos que en la población construían a toda prisa parapetos. Las cornetas de nuestra fragata y de la Vitoria tocaron zafarrancho de combate.

A eso de las diez empezamos a disparar balas contra la población, previo aviso a los Cónsules. La Vitoria disparó una sola granada. Comprendimos que el General quería causar a la plaza el menor daño posible. Como yo en mi vida había visto un combate naval, me imponían, no diré sólo respeto sino cierta pavura, la trepidación de la nave a cada disparo, y las nubes de humo que por todas partes me cerraban la vista. Era como el bosquejo de una catástrofe. Pensaba yo que ya estaban hechos polvo los pobrecitos almerienses. No sé a qué hora se dispuso que salieran dos lanchas con fuerzas de desembarco. Aquel señor vestido de paisano que me recibió a mi entrada en la fragata, se me acercó con una carabina en la mano, y así me dijo: «En la cara le conozco, señor don Tito, que está usted rabiando por que le mandemos