Al hacer la virada para salir del Arsenal al puerto, atronaban el espacio las aclamaciones, los hurras del inmenso gentío que en tierra contemplaba el lento zarpar de las naves de guerra. Cuando la Almansa traspasó la boca del puerto, dejando a babor el dique de la Curra y a estribor el Empalmador grande, aceleró un poco su marcha, y desde proa oíamos, con leve trepidación, el golpear de la hélice pausado y rítmico. Al salir a Escombreras, los timbres del aparato que comunica el puente con la máquina, indicaban mayor velocidad. Mar afuera y a toda marcha, la fragata oscilaba levemente de costado.
La Vitoria salió tras de nosotros. Próximamente a una milla por el Este, vimos la fragata alemana Federico Carlos. Como al salir habíamos visto a la goleta inglesa Pigeón encendiendo sus calderas, comprendimos que íbamos a tener escolta. Tanto mejor: así presenciarían los extranjeros nuestras hazañas si en efecto las había... La Almansa puso rumbo creo que al Sudeste, con un resguardo de dos millas de la costa, la cual se iba desvaneciendo tras de nosotros. Nos cogió la noche a la altura de Mazarrón, cuya luz indecisa distinguí en la penumbra crepuscular. El cielo estaba limpio y en todo su esplendor la infinita muchedumbre de estrellas. Me recosté cómodamente junto a un rollo de cables, y largo rato permanecí contemplando la gala del firmamento. Ya me entretenía reconociendo las constelaciones que había visto mil veces, ya esparcía mis ojos por la inmensidad