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un brazo y me llevó hacia el Arsenal, explicándome por el camino el motivo de su llamamiento: «A la redacción han traído una lista de los forasteros que se han enrolado en la tripulación de la Almansa. ¿Quién te ha puesto en esa lista? Yo no he sido. ¿Habrá sido Gálvez? Pronto lo sabremos... No recuerdo si vas como despensero o como condestable. Mi parecer es que, sea cual fuere la mano que te ha inscrito, no debes quedarte en tierra. Lo que sí haremos es ponerte en un rango más decoroso, por ejemplo, en la Infantería de Marina».

Perplejo y confuso intenté poner reparos a una determinación despótica tan contraria a mi libertad; pero al propio tiempo, un impulso misterioso, magnético, me llevaba cosido al brazo de Manrique, y cuando entrábamos en el Arsenal érame ya imposible desprenderme de él. Abriéndonos paso entre las multitudes llegamos a la machina, donde topé de manos a boca con el símbolo viviente de la picardía y la travesura, con la cifra del donaire gracioso y desvergonzado, la endiablada Graziella. Su cara era toda risas; sus ojos centelleaban. Llegose a mí, y pellizcándome y haciéndome mil carantoñas, me dijo: «A bordo, a bordo. La Señora lo manda».

Miré a mi derecha, y no vi a Fructuoso; miré a mi izquierda, y la figura de Graziella se había desvanecido en el aire vago o en el torbellino de la multitud. Lo que me pasó después, lo que hice, si se entiende por hacer el trasladarse automáticamente de un punto a