arrastrado al vértigo de una conversación febril, de política, por supuesto... Don Santos hablaba horrores de Martos, de Becerra y de toda la chusma que llamaban cimbrios. Junto a mí había dos tipos locuaces, que despotricando me rociaban con su saliva. Sus caras no me eran desconocidas; pienso que les vi en un Templo Masónico adonde me llevaron una noche a ver una Tenida blanca, con pasteles, caramelos y baile agarrado. Si no me equivoco, aquellos dos venerables hermanos tenían en la Logia los nombres de Licurgo y Epaminondas.
La señora sentada frente a mí, pizpireta y apañadita, no me quitaba los ojos, celebraba cuanto yo decía, por lo que, holgándome mucho, le dedicaba yo todos mis chistes y agudezas, subrayándolos con pisotones. En el giro de la conversación, vine a comprender que también aquella dama había visto las Columnas Simbólicas, como aprendiza masona, en lo que denominan Rito de Adopción. Algunos la llamaban Candelaria, su nombre de pila, y otros le aplicaban el sonoro mote de Penélope. Junto a don Santos había dos señores que afectaban cierta gravedad y se creían depositarios del buen sentido y órganos de toda opinión sesuda. Eran dos solemnes marmolillos, de esos que se precian de poner los puntos sobre las íes y de quitar caretas a todo el género humano. De lo que allí se habló saqué la certeza de que el primer Ministerio de la República amenazaba ruina, y de que Martos, Presidente del Con-