una plaza fuerte de primer orden, con buenos castillos, y una escuadra pistonuda, ¿qué ha de hacer nuestro Cantón más que salir a posesionarse de la costa? ¿Sabe usted lo que vale una costa en un Estado moderno? Pues es la vida, la riqueza y el poder. Si cuando salgamos quiere venir con nosotros, pondremos a prueba sus agallas».
Sin rehusar su invitación, quedamos en que nos veríamos. Le di las gracias por su amabilidad, y me aparté a corta distancia porque noté que Fructuoso quería hablar con él reservadamente. Al seguir ojeando por entre la multitud trabajadora, vi que Graziella se nos había escabullido. «Es que ha visto a Perico bajar de la Vitoria para venir a tierra -me dijo Fructuoso-, y corrió a esperar la llegada del bote. Ya nos la encontraremos». Yo pregunté a mi amigo: «¿Y qué habéis hecho de la oficialidad de la Armada?». La respuesta fue bien sencilla. Algunos se fueron con Anrich; otros quedaron presos, y por fin se les dio a todos pasaporte para que fueran a donde quisiesen.
Hice la misma pregunta referente a las autoridades militares, y Fructuoso me dio estas explicaciones: «El día catorce ordenó Contreras que Cárceles y Gálvez se entrevistaran con el General Guzmán, Gobernador militar de la plaza, para exigirle la entrega de los fuertes Atalaya, San Julián, Despeñaperros, Moros y los de la entrada del puerto. Yo fui con ellos y presencié la escena. Los Voluntarios que nos acompañaban se queda-