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Alzó Graziella los hombros, ademán que en ella solía tener una significación afirmativa. Luego sacó de su faltriquera un cigarrillo, lo encendió y se puso a fumar tan tranquila, sin pronunciar palabra. Yo proseguí: «Pues ahora te digo que Mariclío está en Cartagena. Lo sé. Y como estoy seguro de ello, quiero que me lleves a su lado, que para eso, no para cosas fútiles y livianas, eres consumada hechicera».

Fija la mirada en el suelo, y quitando la ceniza a su cigarrillo, me dijo la diabla que no podía llevarme a donde yo quería, sin obtener permiso y orden expresa de la señora mil veces augusta, que a menudo cambiaba de residencia y sabía ocultarse y aun perderse de vista, cuando pensaba que los nacidos no eran dignos de su presencia. «Es abeja -añadió- que labra su panal a escondidas, y no quiere que la molesten zánganos ni abejorros».

Amparados por el ruido de la máquina y el parloteo vivo de las mozuelas, pudimos Graziella y yo hablar con libertad. Desperezándose con mugido despertó Manrique. El breve sueño ahuyentó de su cabeza los vapores vinosos, y al poco rato nos hablaba de estirar las piernas y sacudir la galbana con un paseíto por el Arsenal. Del mismo parecer fuimos Graziella y yo. Dorita quiso agregarse a la partida; pero teniendo que terminar unos pespuntes, nos dijo que fuéramos por delante, que ella nos alcanzaría antes de media hora. Salimos, pues, y no paramos