En aquel maremágnum de gente ociosa y postulante se me perdió de vista Estévanez. Salí de allí con ligero paso, hastiado del pregón de crisis y de la turbulencia moral que indicaban los rostros de aquellos politicastros de baratillo. Quise ir a mi casa, y maquinalmente me fui a la de don Eleuterio Maisonnave, que me había ofrecido una colocación decorosa. No le encontré, y aturdido y desalentado vagué por las calles, cambiando a cada instante de propósito y dirección. La ausencia de mi Obdulia me llenaba el alma de tristeza, y esta se agudizaba de improviso resolviéndose en arrebatos de cólera furibunda. En la Puerta del Sol, llena de papanatas y haraganes, sentía vivos impulsos de enredarme a trastazo limpio con cuantas personas me estorbaban el paso.
Sin pensarlo, como si huyera de mí mismo, me metí en el café de las Columnas, donde tal vez encontraría a don Santos La Hoz para contarle mis penas: «Hoy estoy de malas -me dije atravesando por entre las mesas pobladas de vagos parlanchines-. Basta que hoy desee ver a don Santos para que no le encuentre». ¡Sorpresa y alegría! Desde una mesa cercana al mostrador me llamó el curita La Hoz, que tomaba café con unos cuantos amigos de esos que arreglan el mundo entre terrones de azúcar y sorbos de agua de castañas. Acudí al llamamiento y me hicieron hueco amablemente. Al sentarme, vi frente a mí una señora risueña y guapita que formaba parte de la trinca. Al instante me sentí