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-Tiene usted razón: todavía me duele -dije yo-. El viaje fue muy malo; pero estas niñas bien se divirtieron».

Picotearon las tres ninfas un buen rato entre sorbos de café, y yo, echando de menos a Graziella en aquel cotarro, pregunté por ella. Las tres a un tiempo respondieron: «Ahorita viene... La estamos esperando... Nos asomamos a ver si venía cuando usted pasó...

-Si no tienes que hacer esta tarde -me dijo Manrique-, iremos un rato al Arsenal, donde hay mucho que ver, y además te contaré algunas cosas del Cantón, que te servirán para tus estudios históricos.

-¡Y cuidado con lo que nos escribe el don Tito! -dijo mi vecina, ojinegra, boca grande y salerosa, blanca dentadura-. Nosotras somos cantonalas hasta la pared de enfrente, y como usted hable mal de esto le arrastraremos por las calles». Y otra, pelirroja, boca chiquitita, metida en carnes, afirmó que al mar me tirarían con una piedra al pescuezo si escribía cosas feas del Cantón. La tercera, atizándose una copa de coñac, no hizo más que gritar: «¡Viva la revolución cartagenera y la Virgen de la Caridad!».

Respondiendo al viva entró Graziella sin anunciarse. Traía flores en la cabeza, y en los hombros un pañuelo corto de crespón amarillo de los que llaman de talle. Manrique hizo un hueco para que a mi lado se sentara. Pidió café solo, medio vaso, y apurándolo a sorbos, me dijo: «Ya sé por Doña Ca-