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aliento, y Doña Gramática, sentada en el banco próximo, soltó de su erudita boca las primeras frases de un terrorífico discurso, claveteado de incisos. Afortunadamente, Floriana no la dejó meter baza. En aquel punto entró por la puerta interior otra matrona, en quien reconocí a Doña Aritmética, seca, huesuda y muy aborrascada de entrecejo. Cubría toda su delantera con un grueso mandil. Por esto y por las palabras que cambió con Floriana, comprendí que desempeñaba funciones de cocinera en el vagar de las tareas escolares. Luego, Floriana y Doña Gramática me llevaron adentro para enseñarme toda la casa, que era en realidad una maravilla.

Bajamos a un jardín lindísimo, donde tuve la dicha de ver desaparecer a la insufrible sabia Juanita Cid, mandada por la Directora a un recado callejero. En un banco me senté junto a la que sigo llamando Diosa por estímulo de una idealidad más fuerte que mi razón. Encastillada en su pesimismo, me dijo: «Triste desengaño es este al término de un viaje largo y molesto, en que no nos faltó ninguna contrariedad. Primero, por la precipitación y por el descuido de estas buenas señoras, no traíamos comida, y tuvimos que alimentarnos con bizcochos. Ya lo recordará usted... Después ocurrió la desgracia de que al salir de la estación, no sé si de Albacete o Chinchilla, hubo de parar el tren porque se precipitó sobre la vía una piara de toros; la máquina arrolló a uno y los demás huyeron