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usted -le dije para consolarla-. Creo que el flamante Estado no abandonará esta Institución.

-¡Ay don Tito, no lo veo yo así! Contaba con que de las trescientas criaturas de ambos sexos que pidieron matrícula, vendrían en tiempo de vacaciones unas sesenta o setenta. Al llegar aquí encontré doce, y ayer no vino ninguna. Considere usted, amigo mío, que este edificio fue costeado por un millonario cartagenero recién venido de América, quien formó una Junta Patronal, sometiendo el plan de enseñanza a la Dirección de Instrucción Pública. Ahora resulta que la Dirección es un órgano centralista: vade retro. Y lo más funesto, lo que me quita toda esperanza, es que los señores de la Junta Patronal y el fundador millonario son benévolos... Esta palabra es injuriosa en Cartagena. Cada día aprendemos una cosa nueva, y yo aprendo aquí que la benevolencia no es una virtud, sino un delito».

Asegurele yo con gran entereza que su pesimismo era infundado y que no faltaría quien intentase, en bien de la enseñanza, un decoroso arreglo entre prefumistas y cantonales.

«Observe usted -añadió Floriana- que el plan de enseñanza trazado por la Dirección es francamente laico. Yo no enseño Catecismo.

-¡Oh, mejor que mejor! Los cantonales aplaudirán seguramente ese criterio».

Movía la cabeza Floriana en señal de des-