dueña. Era una mujer de mediana edad y de vulgar estampa, de rostro severo que a ratos volvíase almibarado. Vestía con aseada modestia; su cuello era carnoso, sus manos bonitas, su voz timbrada con el acento profesional, un tanto campanudo. Lo primero que me dijo fue su nombre, que yo desconocía. Llamábanla comúnmente Juanita Cid, y poseía cuantos títulos acreditan competencia en las funciones del magisterio con faldas.
Reíme de mí mismo al recordar que había visto en aquella pobre mujer una figura semi-olímpica, que se codeaba con las hermanas de Apolo y le quitaba motas a la Musa de la Historia. ¡Lo que va del ensueño a la realidad! Sentose la dueña frente a mí, y plegando su boca y dando cierta movilidad graciosa a sus negros ojos para lograr la mayor finura de expresión, entabló el coloquio con su poquito de hipérbaton: «El caballero Tito perdone que en matutinas horas a importunarle venga esta maestra humilde». A tan relamido concepto contesté que verme en presencia de señora por tantos títulos ilustre era mi mayor gusto.
«Gracias, señor... Del alma brotan mis gratitudes por tan dulce bondad -dijo ella, y luego me soltó esta pieza sintáctica, abusando fieramente de los incisos-. Como quiera que Floriana desde la mañana de ayer, y no necesito puntualizar la hora, me encargó comunicar a usted su residencia, no lejana ciertamente, deseando ser visitada por el talentudo historiador e historiógrafo, me apresuré a