Invertida en esta corta exploración una media hora, me volví a la fonda, y al poco rato salí con mi primer amigo cartagenero, el cual, conduciéndome por una calle estrecha y algo empinada, abrió el grifo de su locuacidad prolija con estas informaciones: «Esta calle se llama del Cañón... Se lo digo para que se vaya enterando... A mí me tiene usted a sus órdenes siempre que esté franco de servicio en la fonda. Yo me llamo Alonso Criado, para servir a usted, y soy de San Pedro del Pinatar, orilla del Mar Menor. Esta otra calle por donde vamos ahora se llama de los Cuatro Santos... para que usted vaya conociendo la capital de nuestro Cantón. En vez de seguir palante, nos metemos viceversa calle abajo y entramos en la de Jara, donde está el Club».
No era menester decirme que allí estaba el Club, porque apenas pisé la calle oí el rumor oratorio y el estruendo de los aplausos. El gentío rebasaba de la puerta, y en medio del arroyo había gran número de oyentes. Mi camarero, que llevaba sombrero ancho, chaqueta y pantalón de dril, y un nudoso garrote, trató de abrirse paso invocando su calidad de socio, y miembro de la Directiva. Yo no me atreví a seguirle por no aguantar estrujones y sofocos. Desde la calle oí la voz de Cárceles, vibrante, cálida, y percibí conceptos de rotundas cadencias tribunicias, que provocaban rugidos de entusiasmo.
Por el hueco que abrió con sus codos de hierro el mozo de la fonda, salió con fatigas,