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que me traería mi Destino en la ciudad facciosa. Por lo que hablaban mis compañeros de coche, comprendí que no eran afectos al Cantón. Uno de ellos me pareció funcionario Centralista, destituido por las autoridades del Estado Cartagenero; el otro se reveló como comerciante, dolido de la paralización de los negocios. Doña Gramática, en quien el lector ha podido apreciar, por lo antes relatado, una fuerte propensión a la verbosidad entonada, pidió a los señores informes precisos de la sublevación cantonalista, y ambos contestaron entre risas y lamentaciones varios conceptos que pueden resumirse así:

«¡Ah, señora! Aquí tenemos una pequeña nación con todos los requilorios de una nación vieja y grande... Tenemos Comité de Salud Pública, Generalísimo de los Ejércitos de mar y tierra, Tesorería... sin un cuarto; y para que nada falte, piensan acuñar moneda...». Acogía Doña Aritmética estas noticias con aspavientos de asombro, y Doña Gramática las comentó con gravedad, deplorando los conflictos que podrían sobrevenir. Luego, señalándome en la forma habitual de las presentaciones, lanzó una caprichosa insinuación que no me hizo maldita gracia: «Pues para contarle a España y al mundo las atrocidades que aquí pasan, y las que seguirán si Dios no lo remedia, ha venido expresamente de Madrid con nosotras este ilustre historiador, don Tito Liviano, que pondrá todas las cosas en su punto, y a cada uno de estos malandrines dará su merecido».