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me acercó Doña Gramática, y con retintín profesional me dijo: «Señor don Tito, usted que sabe tanto, ¿podrá determinar, por la altura de los astros sobre el horizonte, la hora que es?». Mis conocimientos astronómicos eran nulos; pero no quise dar mi brazo a torcer, y respondí sin vacilar: «Son las once y media».

De pronto, vi una inmensa superficie de agua quieta y bruñida, sobre la cual se destacaban las recortadas siluetas de dos o tres islas habitadas tal vez por ninfas oceánicas. «Este lago es lo que llamamos el Mar Menor -dijo una señora delgaducha que me pareció Doña Caligrafía-. ¿Ve usted aquella luz?... No la confunda con una estrella. Es la farola de Cabo Palos. Aquí, por la derecha, tenemos a Balsicas, que es camino para Cartagena».

Cuando creí que se habían acabado los prodigios, tuve una sorpresa que me dejó estupefacto. Una mujer desconocida me entregó mi maleta y desapareció corriendo. No dije una palabra. Las alborotadoras delanteras seguían cantando a mucha distancia de nosotros. A los diez minutos de marcha nos aproximamos a un caserío que debía de ser Balsicas. Nuevo asombro mío. Aparecieron dos señores bien vestidos que saludaron cortésmente a Floriana y a las matronas que iban con ella. La Diosa se desprendió de mi brazo. Seguíla yo a corta distancia, y pronto llegamos a donde vi no sé si tres o cuatro tartanas. Nada me sorprendía ya, ni aun el ver que unas mujeres y dos o tres chiquillos colocaran en aquellos vehículos las maletas de Flo-