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Pasado un ratito, Floriana se dignó comentar graciosamente las antedichas alabanzas de mi persona: «Posee usted el arte dificilísimo, señor don Tito, de poner a su modestia un granito de sal, la sal de la jactancia. Eso me gusta. Yo creo que las personas que tienen un mérito no deben rebajarlo con afectaciones de humildad. Usted no tiene un solo mérito, sino muchos, y el más digno de admiración para mí es su bondad sin límites, el interés que pone en servir, amparar y proteger a los desfavorecidos por la fortuna que solicitan un empleo, un medio de vivir, un adelantamiento en esta o la otra carrera...

-¡Ah, señorita! -exclamé yo con efusión, dándole el tratamiento que imponía la realidad visible y palpable-. Es que en mi ser domina el corazón, el amor a la humanidad, el desvivirme por el bien ajeno antes que por el propio. Confúndese en mi alma con este sentimiento otro de la misma calidad y estirpe, y es mi adoración de la belleza. Soy un bienhechor y un enamorado. ¿Halla usted, Floriana, en estas dos cualidades alguna diferencia?

-Alguna tal vez habrá; mas yo no la veo. Pienso que el bueno no puede ser totalmente bueno si no ama. Si los enamorados no entraran en el cielo, el cielo estaría vacío».

Estas hermosas palabras me subyugaron, me embelesaron... Desbordeme en clamores de admiración ardiente, que fueron cortados por un gruñido que sonó de la otra parte. Pesando excesivamente sobre mi brazo, Doña