dalias, sino zapatos y medias. «Veo, señora mía -le dije gozoso-, que nos vamos humanizando. Esto me regocija porque yo soy humano hasta la médula de mis huesos».
Continué desarrollando mi tesis, y cuando yo estaba en lo más entonado de mi oratoria, me cortó la palabra un ruidoso trotar de jinetes o jinetas que detrás venían. Pasando con veloz carrera junto a nosotros, se nos adelantaron con alegre algazara hípica. Eran Graziella y un sinfín de picaronas de su laya, que corrían a tomar la delantera. Con risueña tolerancia, Floriana me dijo: «Adelántese usted, don Tito, y vea de apaciguar a esas locas harto impacientes por llegar al fin. Exhórtelas a la mesura, y amenácelas con mandarlas a la cola si no son juiciosas».
Con mis talones y la varita avivé el paso de mi vaca, y pronto llegué al grupo de las alborotadoras desmandadas. Al recorrer toda la caravana, advertí con júbilo que la invisibilidad había desaparecido casi en absoluto. Ya no había espíritus, ni peri-espíritus, ni formas equívocas. La carne y el hueso, la sangre y la vida, recobraban su imperio. Metido entre la turba de revoltosas, hice otra observación que confirmó mi alegría. Los trajes de ellas eran lindos y vaporosos, sin más que la tela precisa para llegar al término medio entre la ropa y la desnudez. Su alegre vocerío no era la salmodia clásica y desabrida de los himnos báquicos, píthicos o délficos, sino canciones de la vida mundana, con letra y