otra parte, a otra parte con la Tragedia y la Comedia, a otra parte con la Épica, la Oratoria y la Danza, a otra parte con la Astronomía y la Poesía Popular. No pude apreciar la dirección que tomó la Madre Historia. Aparecieron de nuevo los toros, no en tanto número como antes. Advertí que entre ellos venían no pocas vacas. Tocome oprimir los lomos de una de estas, por cierto muy ágil y bizarra.
Emprendimos la marcha por un valle menos ancho que los de las primeras etapas, de alta bóveda y suelo mullido y húmedo, en el cual no vi otras alimañas que las saltonas ranas entonando a nuestro paso el nocturno croá croá. La luz era la misma que antes nos alumbrara. Floriana y otra hembra, cuarentona y adusta, que en la última cena hablaba íntimamente primero con Mariclío y después con Calíope y Talía, montaban a mujeriegas un toro arrogantísimo. Detrás fui yo largo trecho, hasta que Floriana, llamándome a su lado con dulce acento, me dijo: «Ya descendemos, amigo Tito, hacia la vida vulgar. Es ley divina que esto acabe siempre en aquello y aquello en esto, pues nunca se verá el fin definitivo de las cosas».
Mientras contestaba yo como Dios me dio a entender a estas palabras sibilíticas, advertí que la ideal doncella no vestía ya la túnica helénica, alba y ceñida, sino un obscuro traje, de color no bien definido por la escasa luz, y de forma semejante a los que usan a flor de tierra las señoras. Con mayor asombro noté que sus lindos pies no calzaban san-