sentí que me tiraban de un pie. No hice caso. Los tirones arreciaron, como si alguien quisiera arrastrarme... Desperté... Era que la maldita Graziella, llegándose a mí sigilosa, quería divertirse cortando mi olímpico sueño. «Tito, Tito desatentado y escandaloso -me dijo soltando la risa-, se permite dormir; pero no está permitido roncar en presencia de las Diosas inmortales. ¿Te parece que es decente atronarnos con esos bramidos de gañán? ¡Menudo concierto de trombón nos has dado! Despabílate, tontaina, que aquí estamos cuatro sílfides aburridas con deseos de entrar en conversación y pasar el rato».
Restregándome los ojos me incorporé, y viendo que ya no estaba a mi lado Mariclío, pegué la hebra con las compañeras que pedían palique. Observé que Morfeo imperaba sobre todo el cotarro divino, semi-divino y semi-humano. No tardé en formar ruedo con las amigas, y yo fuí el primero en tomar la palabra. «Ya sé -les dije- por qué estáis tan aburriditas. En toda la caravana que vino del otro mundo, y en todo el señorío mitológico que hemos encontrado en este, no hay más que mujeres. ¡Mujeres, Señor; todas mujeres y ningún hombre!... pues yo, traído aquí en calidad de ser incorpóreo y contemplativo, apenas me llamo varón».
Rompieron a reír las cuatro, y una de ellas, bonita y graciosa, dijo: «Fastídiate, perdulario; bastante te has divertido allá». Y otra, rubicunda y metida en carnes, intervino así: «¿Pues qué querías, que te dejáramos traer a