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discurrimos por estas soledades, sin días ni noches, somos personas que murieron allá arriba, y muertas descienden a esta región para vagar siempre en ella purgando sus culpas». La verdad, lectores míos muy amados, lo de ser yo ánima del Purgatorio no me hacía maldita gracia.

Mucho más allá del sitio en que vi la filtración de las aguas del Júcar, se oyeron en lo alto rugidos de bestias feroces; mas no eran en tanto número como las que aparecieron en los comienzos de la expedición, y al mugido de los toros se metían asustadas en sus cubiles. Por la parte baja dejáronse ver enormes gatos monteses de pintado pelo, que a nuestro paso salían huyendo rocas arriba, con maullidos estridentes. La veloz huida de las terribles alimañas era celebrada por nuestras sílfides con algazara de silbos y greguería triunfal. No participaba yo de estos gozos, y me dije: «Por vida de San Proteo, mi patrón, que están apañadas las ánimas que vengan a este Purgatorio sin agregarse al séquito de alguna Diosa».

Largo trecho adelante, se me acercó Graziella cautelosa, juntando su toro con el mío, y deslizó en mi oído estas palabritas: «Farsante, me han prohibido hablar contigo.

-La farsante eres tú. ¿Cómo me explicas que siendo como eres el espíritu del sainete, de la farándula y de la picardía bufonesca, te admiten en esta grey donde todo es discreción, comedimiento y seriedad taurina y silfidesca? Cada vez entiendo esto menos. ¿A