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Ya se había hecho de tal modo mi espíritu a las cosas inauditas, descomunales y absurdas, que las palabras de la diabla no me causaron el efecto que ella sin duda pretendía obtener. Siempre la tuve por un ser esencialmente burlón y sarcástico. Díjele que al entrar en aquel mundo me había cortado la coleta de Tenorio y hecho voto de castidad. Apartose de mí, indicándome que tenía que ocupar otro puesto en la caravana, y yo, imposibilitado de trabar conversación con las indecisas figuras que me rodeaban, entretenía mi tedio observando los cambios del paisaje adusto y pavoroso. Conforme adelantábamos, el valle presentaba aspectos menos áridos: junto a las masas pedregosas veíanse alcores verdeantes; crecían las aguas con el aflujo de arroyuelos que brotaban de las altas peñas. En algunos sitios las bóvedas goteaban como si rezumasen el agua de caudalosos ríos que sobre ellas corrían. Llegó un momento en que la lluvia era tan intensa que sentí miedo. Una sílfide que a mi lado iba, me miró risueña diciéndome: «No se asuste, caballero, del agua que cae ni del ruido que se siente por allá arriba. Es el Júcar que pasa».

Esta observación de la ninfa llevó mi pensamiento al mundo exterior o cortical, digámoslo así, donde yo había nacido, y de la superficie volvió a la profundidad intra-telúrica en que a la sazón me encontraba. El ir y volver de mi pensamiento engendró una idea tristísima: «Seguramente -me dije- los que