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que aterre y mate las fuerzas rivales».

Cambiados rápidamente los espejismos de mi sueño, me vi en la esquina de la calle de las Huertas, donde unos chicos pegaban un cartel que decía: Salmerón es el Presidente de los monárquicos... Quise ir a mi casa, y de pronto me encontré en la tienda de María de la Cabeza, a quien vi muy acaramelada con su esposo Serafín de San José, y cuando ambos me saludaban apretándome tiernamente la mano, el atronador mugido de los toros me despertó.


XV

Un ratito estuvo mi pensamiento meciéndose en el balancín de esta duda: ¿La realidad era lo de allá o lo de acá? ¿Eran este y el otro mundo igualmente falaces o igualmente verdaderos? Sin llegar a dilucidarlo, me vi conducido al punto en que me esperaba mi cabalgadura. En ella monté, y la caravana siguió su camino. Grandemente me desconsoló el ver que la Diosa iba muy delantera, dejando entre su persona y la mía buena parte de su séquito. Junto a mí marchaban las sílfides más juguetonas y parlanchinas.

Entre ellas vi a Graziella, manifestándose claramente en su encarnadura mortal. Debajo de una falda vaporosa vestía pantalones, y a horcajadas montaba en un toro voluntarioso y saltón, al cual gobernaba y regía con