que los toros quedaron pastando en las verdosas márgenes del cercano arroyo; que el suelo de la caverna era una finísima alfombra musgosa y blanda; que las bullangueras ninfas, a ratos visibles, a ratos no, nos sirvieron bizcochones más suculentos que los de la merienda: creyérase que eran de una pasta parecida al chocolate, mezclada con lo que llaman ambrosía o manjar de los dioses...
Algún resquemor me causó que la Diosa, al retirarse con las que llamaré sus damas a un extremo de la caverna, no solicitara mi compañía, ni tan siquiera me diese las buenas noches, o lo que se usara donde la palabra noche no tenía sentido... En el opuesto lado de la cueva-dormitorio, donde me rodearon las sílfides inquietas, a mi oído llegaba su confusa charla jovial, que se iba desvaneciendo en el sueño. No acababa yo de explicarme por qué no había entre ellas alguna que se vistiera de su carne mortal, y a mí se arrimara blandamente para estimularme a más dulce reposo. Pensando que aquel mundo en que había caído era un tantico monótono y sosaina, me dormí profundamente... Y heme aquí soñando con lo que había dejado en el otro mundo. Así lo llamo por no saber si el otro era aquel en que me encontraba, o si me habían traído efectivamente al que allá llamábamos el otro. ¡Sueño de sueños!
Pues señor, me vi en el Congreso (Tribuna de la Prensa) oyendo un discursazo de