nerosos animales». Acarició el testuz de un gallardísimo toro que a su lado estaba, y apoyando sus manos en el morrillo, de un brinco quedó montada a flor de mujer sobre el lomo del vigoroso bruto. Viéndome indeciso, hablome así: «No tenga usted miedo. Escoja el que más le guste y monte sin cuidado». Así lo hice, a horcajadas. No sé quién me dio una varita... Todo el mujerío grácil y susurrante siguió el ejemplo de la Diosa, entre risotadas alegres y una ligera porfía retozona, disputándose los toros en que habían de cabalgar.
Púsose en marcha la extraña procesión, semejante, según mi criterio artístico, a los bajo-relieves que son memoria y emblema de la civilización asiria. Al moderado andar de los toros avanzamos valle abajo, y este, pasadas dos o tres grandes curvas, nos presentó aspectos más risueños. En algunas colinas vi manchas de vegetación montuna y baja. La luz siempre era la misma, y la temperatura inalterable, dulcemente cálida... Si como dijo Floriana, no había noche ni día en aquella parte del mundo, los cuerpos sustituían aquellas relaciones del tiempo con la necesidad alterna del velar y del dormir... Cuando en toda la comitiva se manifestó la querencia del sueño, hicimos alto, nos apeamos, y la Diosa nos encaminó a una grande y limpia caverna, donde permanecimos entregados al descanso... ¿Cuántas horas?... No seré yo quien os lo diga.
Lo que sí os diré, lectores amadísimos, es