Vendrá alguien a socorrerme?». Mis ojos no se apartaban del lugar por donde aquellos pasos sonaban. No eran pisadas de hombres, sino de gigantes... ¡Ay, ay; tampoco eran de gigantes, sino de...!
Imaginad, amigos del alma, cuál sería mi espanto al ver venir hacia mí un toro... ¡ay, madre mía!... un toro tan grande que a mi parecer era mayor que los más corpulentos elefantes, colorado retinto, por su porte y lámina de genuina casta española, con una cornamenta que a Dios llamaba de tú... Al suelo caí exánime, diciéndome: «Esta fiera me engancha en un tris, me voltea y me manda volando hasta el mismísimo techo». El animal acercose a mí despacio... Vi llegada mi última hora... me olfateó, echando sobre mí un resoplido de huracán, y siguió adelante.
No tuve tiempo de alegrarme, porque apenas pasó el primer toro vi venir otros dos, luego cinco, ocho... ¡Dios mío!... una inmensa piara inacabable: todos del mismo color y estampa: parecían hermanos. A medida que iban pasando sin hacerme caso, cual si vieran en mí un gusanillo despreciable, mi miedo declinaba, y se me alivió por completo cuando advertí que las ninfas, espíritus, ángeles, demonios o lo que fueran, volvían corriendo con grande algazara de silbidos y alilíes. Esto me confortó el ánimo. Ya respiraba. Señal inequívoca de que se me había despejado la cabeza fue que vi a los toros en su tamaño y proporción naturales.