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Fáltame describir lo más extraño de aquel paisaje por mí nunca visto ni soñado. Las cimas de las dos grandes escarpas eran apoyo de la colosal bóveda o techumbre que unía una parte con otra. Traté de apreciar la distancia entre la clave máxima y el fondo del valle; pero mi mente, confusa ante tan grandioso espectáculo, no pudo determinar tal altura, que a veces me parecía inconmensurable, a veces comprendida en las dimensiones que resultarían de colocar dos o tres Giraldas, una sobre otra.

Ahora relataré lo que produjo en mí más que asombro terror. En el punto donde se confundía la cima de las vertientes con el arranque de las bóvedas creí distinguir agujeros, covachas, y apenas me hice cargo de esto, vi que de las oquedades salían cuerpos movibles, animales felinos del mismo color de aquel terrazgo amarillento. Se me erizó el cabello al oír espantosos rugidos... No podía dudarlo: de los peñascales areniscos salían tigres, panteras y otras alimañas rampantes, cuyo aspecto y bramidos pondrían pavor en los pechos más animosos...

Al ver esto, noté que se alejaba rápidamente el rumor de las ninfas que iban delante. Comprendí que corrían. Corrió también Floriana. Las ninfas que iban detrás de mí se precipitaron monte arriba lanzando silbidos penetrantes. De otro lado venían sonidos roncos como de trompas de caza. El terror me paralizó, y no sabía por dónde tirar en busca de un sitio seguro... Sentí pasos, y me dije: «¿