Página:La Primera República (1911).djvu/165

Esta página no ha sido corregida

lo que colmó mi estupefacción fue que allí no había sol, ni luna, ni estrellas, y sin embargo había claridad, una luz tenue, dulce, desconocida para mí.

Sentose Floriana en el suelo, que era de finísimo guijo, señalándome un puesto a su lado. Las vaporosas mujeres, ninfas, espíritus o lo que fuesen, que formaban el cortejo de la Diosa, nos sirvieron en platos de cristal una delicada merienda, de cuya suavidad, gusto y dulzura no puedo dar idea. Componían la parte sólida de aquella comidita unos bizcochos blandos y gruesos, no diré borrachos sino ligeramente embriagados con un néctar delicioso. Apenas los metía yo en mi boca, se deshacían, y al ser tragados diríase que comunicaban súbitamente a todo el ser un calor tenue, vigorizando la vida nerviosa y muscular. No sé cuántos bizcochos me comí; me sabían a gloria; no me cansaba de alabar tan sabrosa y sutil repostería. Agua cristalina y fresca nos dieron luego las ninfas, que al aproximarse a servirnos perdían en parte su invisibilidad. Yo no cesaba de mirarlas cuando de la penumbra iban saliendo hacia la claridad, y en una de las que más se nos aproximaron, reconocí el rostro picaresco de Graziella.

«Andando, andando -dijo Floriana poniéndose en pie con agilidad aérea. Y yo, que en aquel antro sublime y ante el misterio de aquellas divinas hembras no sabía decir más que palabras de una inocencia paradisíaca, concluí de este modo el concepto de