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Voy delante para guiarle en este camino, que es áspero, largo y difícil. Cuando se canse, me avisa y pararemos un ratito».


XIV

Guiado por la criatura bella, blanco vestida, entré, no en una estancia sino en una caverna. A los pocos pasos el suelo descendía con rápido declive, y entrábamos en una especie de catacumba de paredes y techo labrados en la dura arenisca de Madrid. El soterrado pasadizo no era recto; ondulaba a izquierda y derecha. El piso, empedrado con desiguales cantos y morrillos, no permitía un andar ligero. Delante de la Diosa vi las llamas de una docena de hachones; los portadores de ellos no se veían. Oía, sí, un parloteo festivo de mujeres. A ratos, hacia mí se volvía Floriana y me alentaba con una sonrisa y un gesto gracioso. Cuando yo tropezaba en los pedruscos, sosteníanme brazos de seres invisibles. Como una hora duró, según mi cálculo, el tránsito por aquella mina lóbrega y pendiente... Apagáronse los hachones.

Al término de la caminata fatigosa nos encontramos en un rellano bastante extenso. Elevé mis ojos hacia arriba, y no vi cielo, sino una inmensa bóveda pétrea. Miré hacia abajo, aproximándome a los bordes de aquella especie de terraza, y vi un abismo insondable. Quedé suspenso, mudo, absorto; pero