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-Después de hablar con la señorita Floriana, volvía yo hacia acá, cuando de una puerta lateral salieron llamas verdes y amarillas, con terrible olor de azufre... Vea, toque, señor. Me han chamuscado el pelo y la ropa... Y al tiempo que asoplaban las llamas, oí risas y cháchara de mujeres burlonas...

-Acabemos. Toma estas pesetas. Paga al cochero, tráeme mi maleta, y lárgate si quieres.

Segundos después, Serafín me entregaba la maleta diciéndome: «De veras, don Tito de mi alma, ¿no tiene usted miedo?

-¡Yo qué he de tener miedo! Tú lo tienes porque eres un simple, un pobre diablo que ignora los fenómenos de la vida suprasensible... ¿Has dicho que Floriana me espera?... ¿Dónde?

-Siga usted por ese pasillo adelante. Después tuerce a la derecha, y que Dios y la Santísima Virgen le acompañen.

-Abur, Serafín. Si no vuelvo, nos encontraremos y nos daremos un abrazo... en el valle de Josafat».

Me colé a toda prisa por el pasillo obscuro, sin que me cortaran el paso llamas azules ni verdes. Sentí un tufo como de quemazón de pez y piedra alumbre... Al extremo de aquel corredor torcido vi un cuadro de claridad que era el marco de una puerta. En el centro de esta, Floriana me aguardaba. Era como una estatua de imponderable belleza. Vestía traje blanco, de forma helénica neta-