gantísima escritura. Arreando a Serafín subí a Cedaceros, para tomar la Carrera de San Jerónimo. Al atravesarla para entrar en la calle del Baño, un terror pánico me cortó el aliento. ¿Qué sería de mí si en aquella encrucijada se me aparecía Estévanez y me secuestraba...? Apreté a correr, diciendo para mi sayo: «Ahí te quedas, Nicolás amigo. Me escapo como Figueras... hacia el ideal».
Cuando íbamos por la calle del León dije a Serafín: «Adelántate, vete a mi casa, y dile a Ido o a su mujer que me pongan en la maleta que uso para los viajes cortos toda la ropa interior que quepa, y las botas nuevas... Yo no voy a casa por temor a que me entretengan o den parte a mi tirano... Vuela, Serafín. Te doy diez minutos para esta comisión. Te espero a la entrada de la calle de la Magdalena. Si tardas, me voy solo...». El tiempo que esperé se me hizo larguísimo. La impaciencia me devoraba. Viendo el declinar de la tarde, temía no llegar a tiempo. Esto sería horrible, esto sería peor que la muerte. Por fin apareció el guardia jadeante. En Antón Martín tomamos un coche. Calculé que si este nos llevaba a la calle de Rodas en diez o quince minutos, llegaríamos mucho antes de que Floriana partiera para la estación. Por el camino pregunté a Serafín: «¿Pero tú no sabes a qué estación va?». Respondió que la señorita no había hablado de estaciones.
«¿Y no viste allí baúles, sacos de viaje...?».