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este pobre guardia viene a usted con la satisfacción inmensísima de haber encontrado a la señorita Floriana?».

La voz de Serafín me pareció celestial. No sonaron mejor en mi oído los coros angélicos. Mi polizonte prosiguió así: «Créame; ha sido como sacarla de las entrañas de la tierra. Verá usted: estuvo tres semanas en las Comendadoras con unas damas maduras que no sé si son tías, madres o abuelas putativas. Para averiguar esto tuve que hacer el amor a la cocinera de las señoras de piso. Por ello supe que Florianita saldría pronto de Madrid. Yo soy muy lince; camelé a la prójima, y la puse tan tierna que al fin logré que llevara un recado a la señorita, de parte de don Tito Liviano. Pasaron tres, cuatro, seis días sin respuesta ni razón alguna. Desesperado estaba ya, cuando la cocinera me dijo que doña Floriana se había dignado concederme audiencia. Subí al convento y me aboqué con la señorita, cuya hermosura medio me cegaba como si estuviera mirando al propio sol. La divina mujer me acogió risueña, y sin más, me dijo: «Mañana a esta hora búsqueme usted en la calle de Rodas, número 13. Es una escuela donde están de obra. Allí hablaremos. Basta ya».

Al llegar a este punto estaba yo medio loco; las sienes me latían, mis orejas echaban lumbre, el corazón se me quería saltar del pecho. Cogí a Serafín por un brazo, y le dije: «Paréceme que se nos cae encima el techo del Congreso. Vámonos a la calle». Temía