Al decir esto, pasaba Estévanez del estilo picaresco al estilo trágico, desnudo de todo énfasis, sin otro adorno que la sencillez. En él veía yo la personificación vigorosa del espíritu de rebeldía que alienta en las razas españolas desde tiempos remotos, y que no tiene trazas de suavizarse con las dulzuras de la civilización, protesta inveterada contra la arbitrariedad crónica del poder público, contra las crueldades y martirios que la burocracia y el caciquismo prodigan a los ciudadanos. Cortar las comunicaciones ferroviarias es grave atentado a la cultura y saqueo del acervo nacional; pero Estévanez y sus auxiliares actuaban en aquellos momentos como profesionales de la rebeldía y ejecutores ciegos del fatalismo revolucionario. Creían sin duda que era forzoso destruir las cosas útiles, único medio de allanar el camino para la destrucción de la inmensa mole de inutilidades viciosas, y de seculares estorbos.
El historiador de sí mismo contaba con naturalidad aterradora el acto de cortar el puente. Entraba en él a toda máquina un tren de mercancías, después de haber dejado en tierra a todos los empleados, menos al conductor. Para salvar la responsabilidad de este, un hombre, armado de mala escopeta, se plantaba en medio de la vía gritando: «¡Alto el tren!». Saltaban a tierra conductor y maquinista; el tren seguía, y al llegar al punto en que se habían levantado los raíles descarrilaba, y desde la formidable altura caía con