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rios. Pagaban con largueza, y exigían que diariamente se mandase un determinado número de cuartillas. «Necesito un ayudante -añadió-, y ese ayudante eres tú. Desde mañana nos vamos al Congreso, yo a los escaños, tú a la tribuna, distribuyéndonos previamente el trabajo. No hay que decir que partiremos también... el oro francés, que no nos vendrá mal».

No sabía yo cómo excusarme de admitir una colaboración que había de serme penosísima por el estado de mi cabeza. Por fin, echando resueltamente por la calle de enmedio, rompí el secreto de mis íntimas aprensiones, ensueños y amorosas ansias, y le conté la fábula poemática o mitológica de la dama invisible, angélica o endemoniada, que era mi ilusión y mi suplicio. La risa que soltó don Nicolás al oír mis peregrinas confidencias me desconcertó más, poniendo mi pensamiento a inconmensurable distancia del suyo.

«Ahora sí que no te suelto, Tito -dijo Estévanez apretándome fuertemente el brazo-. Estás enfermo, y yo soy el médico que ha de curarte. Padeces un romanticismo agudo, que puede ser principio de chifladura crónica. Tu dolencia se manifiesta bien clara en tu estado de languidez babosa, de inquietud delirante, de sutileza del oído que se empeña en traducir al lenguaje vulgar los silbos del aire que pasa, los ruidos de las puertas, y el pisar de los transeúntes. Desde esta noche harás lo que yo te mande: te sujeto al trabajo. El remedio heroico de tu en-