Página:La Primera República (1911).djvu/144

Esta página no ha sido corregida

de la trastienda, donde misteriosamente me dijo: «No me oculte usted, señor don Tito, que ha ido al extranjero con una encomienda de don Francisco, para que los Gobiernos repúblicos de la Francia y de la Suiza metan mano a los carcas y no les dejen pasar la frontera». Sin negar ni afirmar nada, mi sonrisa bonachona dio a entender al buen Pajalarga que estaba en lo cierto; pero tuve cuidado de añadir que el asunto era delicadísimo, y la reserva me obligaba a ser sordo y mudo. Ya hablaríamos, ya hablaríamos...

Hasta la puerta nos acompañó, a Serafín y a mí, el elocuente buñolero. Volviendo a la calle Ancha tomamos el tranvía de Estaciones y Mercados, para ir a la Puerta del Sol. Aproveché la obsequiosa compañía de Serafín, que no me quería dejar hasta mi casa, para reiterarle una y otra vez el encargo de averiguar lo referente a la señora de piso, añadiendo el dato importantísimo de que había sido maestra de niñas en la calle de Rodas.

En mi casa encontré a Ido y a toda la familia en grande alarma por mi ausencia. Díjeles que había estado en una reunión política de suma gravedad. Las magulladuras de mi cuerpo, por la dureza del lecho granítico, me pedían a voces la blandura de mi cama, y en ella me metí, sirviéndome de ayuda de cámara el bueno del patrón. Como de costumbre, le dije: «¿Qué hay de cosas, amigo don José?». Y él, alargando su chupado rostro, me contestó con voz funeraria: «Francamente, naturalmente, señor de Tito, poco