cia le alentó a dirigir su voz a las masas, y dando un puñetazo en la mesa, tomó así la palabra: «Yo, señores, soy Federal desde el vientre de mi madre. Ni don Francisco Pi ni el propio Roque Barcia me ganan en federalismo. No me asusto de que los pueblos, viendo que las Cortes se tumban en el surco y el Gobierno espera que las ranas críen pelo para federalizarnos; no me asusto, digo, de que los pueblos se acantonen de por sí, formando sus Consejos particulares de la Salud Pública. ¡Viva Sevilla, viva Málaga, donde hay hombres de coraje que rompen el vínculo y la víncula del unitarismo funesto, incomunicativo y contradictorio! Por lo que no paso, señores, es por lo que están haciendo los falsos Robespierres de Alcoy. Y ya que tengo el honor de recibir en este establecimiento al sabio corifeo don Tito, yo le ruego nos diga lo que piensa de esos vituperios que deshonran la Causa...».
Le interrumpí para decirle que ignoraba lo de Alcoy. ¿Cómo había yo de saberlo si acababa de llegar del extranjero? Fraccionada en retazos que salían de diferentes bocas, oí la historia de lo acaecido en la ciudad levantina, que fue como sigue: Los trabajadores de Alcoy, afiliados en su mayor parte a la Internacional, pidieron que se les aumentara el salario en un cincuenta por ciento y que se les declarase dueños de los telares en que trabajaban. Surgió la huelga. El alcalde, señor Albors, que había sido diputado, republicano en las Constituyentes del 69, declaró en