XII
Dejeme conducir hacia la calle Ancha por mi protegido, a quien vi transformado por el uniforme. De su rostro había desaparecido la expresión famélica, y su mirada y gesto eran de un hombre satisfecho de la vida. Agarrado a su brazo le dije: «Amigo Serafín, el apoyo que te presté espero que me lo pagues ahora con un servicio... fíjate... con un servicio que te agradeceré mientras viva. Quiero que me averigües... fíjate... que me averigües... pero pronto, hoy mismo si puede ser... fíjate en lo que te digo... que me averigües si en el convento de las Comendadoras de Santiago vive una señora de piso, joven y hermosa, que se llama... fíjate... que se llama Floriana».
Observé que Serafín me oía con atención cariñosa mezclada de lástima. Sin duda, juzgando mal lo entrecortado de mis conceptos y la repetición del fíjate, creía que me había sorprendido durmiendo una jumera. Antes que él me revelara su pensamiento, yo me arranqué con estas explicaciones: «No soy bebedor, bien lo sabes. Mi sueño era de cansancio, no de embriaguez. Y si mi habla es un tanto premiosa, atribúyelo a la debilidad de mi estómago y que tengo el caletre un poquito trastornado... porque... fíjate... ¡me pasan unas cosas!... Esta madru-